Nadie me dijo que las cosas acabarían así, de repente, sin apenas tiempo para reaccionar, y mucho menos para aceptarlo. Nunca podré olvidar al hombre que me cambió la vida, con su mirada fría e inteligente y su media sonrisa desconcertante. Ese hombre de tan malvada inteligencia, ese maldito ser endemoniado, esa criatura traída de las tinieblas por el mismísimo Satán. Nunca supe cómo se llamaba, mas conservo en mi memoria el sobrenombre con el que todos en aquella sala le conocían: el Barón. Su apodo recorrió la estancia de boca en boca como un fantasma hambriento que segaba paso a paso las almas de los presentes a su paso. Traía consigo una maleta que, según comentaban, le había acompañado en su viaje que duraba ya más de dos décadas, y su inseparable mascota, abominable, demoníaca y atroz, ese rabioso hurón de dos cabezas, sediento de una venganza tan humana que resultaba imposible distinguir en la penumbra quién de los dos era el dueño de quién.